Jorge Malatini es una estrella de la playa desde hace 23 veranos. Fue comandante de Aerolíneas Argentinas y paracaidista. Historia de un hombre que desde niño vive obsesionado por volar.
Jorge Malatini tenía 9 años cuando se obsesionó con los aviones. Veía pasar por el cielo claro de su pueblo, Carlos Casares, las avionetas fumigadoras de los campos de la zona y quería estar ahí, en esa mínima cabina, y volar al ras del sueño y escupir agroquímicos a toda velocidad. No le interesaba nada de lo que a un niño de tercer grado le importaba hace medio siglo: ni las figuritas, ni el fútbol, ni la bolita ni el ajedrez. Solo los aviones.
“Soy un tipo tenaz, no soy un dotado, pero me lo propuse y lo logré”, dice a Infobae desde el aeroclub de Villa Gesell este hombre cuyas acrobacias conoce todo el que alguna vez fue a la costa atlántica pero su cara no la distingue prácticamente. Es célebre por su talento a poder manejar su adicción a vivir al límite.
Esa obstinación por entregarse al riesgo la disfruta cada turista que pisa la Costa Atlántica desde hace 22 años. Todos los fines de semana de todos los veranos, Malatini pasa por arriba del mar y ejecuta su show de acrobacias aéreas: vuela dado vuelta, hace tirabuzones en el cielo o deja caer su pequeño avión rojo hacia el océano como si fuera una bolsa de chatarra pero la resucita a pocos metros del agua y levanta vuelo como un albatro de fibra de vidrio. No se conoce ser humano que lo haya visto dibujar sus piruetas con los pies sobre la arena o desde una reposera y no exclame: “Ese tipo está loco”.
“Vos jugás al fútbol. ¿No te gustaría controlar la pelota como Messi o Maradona? Bueno, eso hago yo con el avión. No estoy loco. Para nada”, responde el piloto de 63 años. Habla como vive: sus respuestas son un largo discurso que muchas veces queda tomado por la digresión pero jamás se oirá de la boca de Malatini tomarse en broma su trabajo.
“Nada más lejos que la locura. Posiblemente me dicen loco porque desconocen lo que hago. El otro día volaba sobre Pinamar y se enganchó una traba de la cabina, un cablecito de acero de 10 centímetros, se salió de una punta cuando estaba haciendo un tonel (rotación del avión sobre su propio eje) y no lo podía enganchar, no es que el avión se iba a caer, pero me obsesioné con eso. Tuve que tomar más altura para agarrarlo y que no me distraiga, un pedacito de cable que iba para arriba, nada más, pero me distraía visualmente y yo no puedo distraerme porque el 98% de los accidentes se dan por error humano”.
No sabía nada de eso a los 9 cuando empezó a mandarse al aeroclub de Carlos Casares para lograr su objetivo de volar. Acompañaba a un amigo de su familia que era aplicador (como se les dice a los pilotos que fumigan). “Me gustaban los aviones, me fascinaban desde chico, con esa meta empecé. Para poder ahorrar dinero no salía a bailar, no tomaba nada ni fumaba, todo lo guardaba para pagar el curso de vuelo. No sé por qué me obsesionaba tanto. Empecé con aeromodelos de chico y para mí los aviones eran inalcanzables, estaba obstinado en volar. Miraba de abajo a los aviones y decía ‘tengo que volar esto’”, cuenta.
Así empezó antes de terminar la escuela primaria. Fue banderillero de las fumigaciones y sintió el vértigo de que un avión le pase a un metro de su cabeza. A la edad de secundaria Malatini viajó a estudiar a Luján, pero volvía cada fin de semana para saciar su adicción a los aviones. Y apenas cumplió 17, con el dinero que había ahorrado durante toda su infancia. empezó el curso de piloto.
“Yo tenía a mi madre enfermera, separada, un hermano más chico, estábamos justos con la plata. Con lo que podía juntar me pagué parte del curso de piloto privado, lo terminé y empecé como aeroaplicador con poca experiencia y en Buenos Aires me pagué la carrera de piloto comercial y trabajé en Tráfico Austral. Y los veranos volvía al campo para trabajar fumigando, así fue como de a poquito fui haciendo todo”, detalla.
En 1980 entró a Aerolíneas Argentinas y fue piloto de la línea de bandera hasta 2009. Conoció prácticamente todo el mundo mientras además hacía fumigaciones y vuelos privados. Una vez lo contrató Diego Armando Maradona para ir con su familia a Malargüe. Es de las pocas personas que no tiene una anécdota con el Diez. “Vino a la cabina un rato y nada más”, dice con cierto desinterés.
Trabajar en Aerolíneas le dio la disciplina para consolidarse en lo que más le interesaba: jugar con el avión a dar vueltas en el aire. “Volé 15 mil horas en la línea aérea. Tengo más de 32 mil en total. Jamás tuve un problema, solo una falla de una turbina, una pequeña rajadura de un parabrisas, pero nunca nada traumático. Ni en el avión comercial ni en las acrobacias. Mi vida está arriba de los
aviones y me acostumbré a administrar riesgos y toma de decisiones. Los accidentes no son la falta de entrenamiento sino la falta de cuidado. Muchos se accidentan en aviones, la mayoría son por improvisación. Yo hice cursos para hacer acrobacias, no me mandé así nomás”, explica.
De hecho, cuenta que se formó durante siete años en teoría y recién en 1987 empezó con las piruetas. Poco después ya era el mejor del país. Ganó los campeonatos nacionales de vuelos acrobáticos de 1988, 90 y 91. Lo empezaron a contratar de festivales, exposiciones agroganaderas y también en carreras de autos.
Los automovilistas y los aviadores son primos hermanos, comparten más de un cromosoma. Por eso Malatini -oriundo de la ciudad del legendario Roberto Mouras- se hizo amigo de casi todos los pilotos de su época. “A mi avión subieron todos menos Reutemann”, aclara. Y él se dedicó durante casi una década a saciar su vicio de peligro como copiloto de Turismo Carretera.
-Fui copiloto durante ocho años de Marcos Di Palma, yo era muy amigo de toda la familia. Fue para acercarme a los fierros, me gustan los fierros. Vos decís ‘peligro’ y yo te digo alto riesgo. He tenido entrenadores, coachs, directores de vuelo acrobático, tenés que separar la inventiva en este laburo, si no tenés nada ensayado es cuando hay peligro. Un automovilista conoce la pista, yo conozco el escenario donde vuelo.
-¿No se distrae cuando vuela por la playa? La gente lo saluda, le revolea las remeras...
-He volado en las carreras de F1 de Buenos Aires y tenés 100 mil personas y te tenés que olvidar de eso, tenés que tener planes, análisis, metodología. Tuve un accidente a los 20 años en un avión aplicador, choqué contra unos árboles, no pasó nada, salí caminando, eso te hace un click y te hace pensar que no podés improvisar. Cuando vuelo de costado a veces veo que la gente saluda pero me tengo que cuidar.
Malatini explica que tardó siete años en largarse a las acrobacias porque quería dominar el avión “en todos sus espectros en el espacio”.
-¿Qué significa eso?
-Que requiere de mucha habilidad. Me es más difícil andar en una moto en la arena o en una tabla de surf. No se puede quemar etapas, sino terminás en un accidente y te matás. No hay que superar nada, pero los inicios si no tenés a nadie que te aconseje, suelen ser duros y en eso se puede ir la vida. Cuando vuelo en
la costa, pienso en mí, en el avión y en la gente que está abajo. Cuando el piloto maneja un auto no va mirando el cordón de la ruta, va mirando adelante. Esto es igual, te olvidás del elemento y vas mirando referencias de reojo.
-¿Por qué eligió la acrobacia aérea?
-Porque quería dominar todo. Las acrobacias te permiten tener más recursos para salir de emergencias. Te quita el miedo. Me gusta volar el avión patas para arriba.
-¿Es una cuestión de adrenalina?
-Adrenalina tenés siempre porque el cuerpo la genera. Pero me gustan todas las maniobras. Me gusta sentir cómo se agarra el avión en el aire como si fuera un pájaro. Acá tenés que controlar las leyes de la gravedad. Yo pienso en como un bailarín, como Julio Bocca, debo manejar el escenario sin perder el ritmo ni caerme del escenario.
-¿Fue de usted la idea de que Di Palma pase con su avión por abajo de los puentes?
-Soy muy amigo de Marcos pero no comulgo su actuación, yo le enseñé para que no se matara e hizo todo lo que no hay que hacer y no se mató de pedo. Marcos no tiene que hacer un montón de cosas, igual ahora está más maduro, se tiene que dejar de joder.
Malatini no piensa en la muerte, al menos no más que cualquier otro mortal. Tampoco en el momento en que tenga que dejar de volar. “Todos tenemos una fecha de vencimiento, son graduales, la parte de acrobacia o de vuelo normal la tengo pensada dejar de poco, mi instructor voló hasta los 84, variás la maniobra, hacés con otro piloto de seguridad, para mí el vuelo es un divertimento, una profesión, en el fondo es una pasión y la voy a estirar todo lo que pueda. Sé que tengo un límite y que voy a dejar, sé y me estoy preparando, pero me voy a seguir divirtiendo, cuando no vuele me haré llevar, qué se yo”, imagina.
Cuando Malatini vuela saca de su repertorio una decena de figuras acrobáticas. Despegue e inversión, looping negativo, toneles, caída de gola, tumba carnero, giro, vuelo invertido, filo cuchillo y muchas más. No hay probablemente en todo Sudamérica un piloto que las haga todas y tan bien. Pero él mismo, por discreción o modestia, no sabe elegir cuál le sale mejor ni explicar
su talento.
Apoyado sobre el ala roja de su pequeño Pitts S2-B, uno de los seis aviones de su flota, el que elige para volar sobre el mar, Malatini mira el cielo y responde. “No tengo preferencias, todas las piruetas tienen su grado de dificultad y de boludez”, dice, lacónico. Suspira y cierra: “Mirá, uno cuando empieza en esto empieza con dos bolsas, una vacía de experiencia y la otra llena de suerte. ¿Vos querés saber cuál es el truco para sobrevivir? Es que se te llene mucho la de experiencia antes que se termine la de la suerte”.
Fuente: Infobae.com