Fue síntesis de elegancia, belle époque, prestigio y reuniones de la alta sociedad de Buenos Aires en la época estival
Por Flavia Tomaello para La Nación
Un chalet inglés, construido en 1912 siguiendo la idea del arquitecto Walter Basset-Smith, es la sede del club social y deportivo Ocean Club
En la edición de la revista Rico Tipo del 28 de enero de 1948, en referencia a Mar del Plata, se preguntaban de manera retórica: “¿Es que queda alguien en Buenos Aires?”. Nadie hubiera imaginado en épocas en las que Fernando de Magallanes, en febrero de 1519, bautizaba como Punta de Arena Gordas a la actual Punta Mogotes, que su hallazgo se convertiría en la definición de vacaciones para la elite argentina.
Faltarían casi ocho décadas para que Juan de Garay hiciera su primer ingreso tierra adentro, en 1581. Más allá de estas expediciones esporádicas, ninguna persona quedó viviendo de modo permanente, hasta que los jesuitas Matías Strobel, Tomás Falkner y José Cardiel establecieron una misión en 1747, en la hoy Laguna de los Padres a la que denominaron “Las Cabrillas”. Nombraron a su asentamiento Nuestra Señora del Pilar,
el que permaneció en pie hasta el 1° de septiembre de 1751.
Recién a fines de 1856 algo duradero comenzaría sobre lo que se edificaría, finalmente, Mar del Plata. Un saladero a cargo de José Coelho de Meyrelles fijó su residencia en la desembocadura del arroyo San Ignacio, que hoy es el centro de la ciudad, sobre la actual avenida Luro, entre Santiago del Estero y Santa Fe, y un muelle de hierro frente a la actual Punta Iglesia. Por problemas económicos y de salud, Meyrelles vendió sus bienes a Patricio Peralta Ramos, un emprendedor rural con 32 leguas de campo que incluían Laguna de los Padres, San Julián de Vivoratá y La Armonía de Cobo.
En 1873, luego de construir la Capilla Santa Cecilia, inició los trámites ante el Gobernador de la Provincia de Buenos Aires, Mariano Acosta, para el reconocimiento del poblado bajo el nombre de Mar del Plata. Descendientes de Peralta Ramos y amigos de la familia vieron crecer la ciudad que se convirtió en eje del goce veraniego de la Belle Époque.
El centro de esa movida la acaparó el Ocean Club, propiedad de la familia de quien fuera uno de los premios Nobel nacionales, Luis Federico Leloir. Todo comenzó con un chalet inglés, construido en 1912 siguiendo la idea del arquitecto Walter Basset-Smith en media manzana por la calle Pellegrini entre Garay y Rawson. En forma de larga L repartido en dos niveles, un par de terrazas. Hoy es sede del club social y deportivo Ocean Club.
Foto: Macoco Alzaga Unzué y su mujer Gwendolyn Robinson llegando a la playa con Guillermo Leloir, 1920
En sus orígenes, la concurrencia exigía a los hombres traje, chaleco, corbata y sombrero, en tanto a las mujeres vestido largo y capelina. Desde sus inicios el Ocean Club fue síntesis de elegancia, el prestigio y la reunión de la alta sociedad
de Buenos Aires en la época estival. Compitiendo con la Costa Azul, la casi artesanal rambla de madera veía llegar hasta su frontera en tierra carruajes tirados a caballo y los primeros autos del país.
La tradición marcaba las cinco de la tarde para la convocatoria irrenunciable al té. El espacio para la puesta a punto de los acontecimientos de la jornada y los debates políticos con vistas a la inmensidad de Playa Grande.
De película
Con cierto aire a la obra de Luchino Visconti, Muerte en Venecia, y las playas de Lido, las líneas de la belle époque fueron importadas por la socialité argentina que intentó replicar localmente aquella bruma melancólica de las playas europeas con sus construcciones lujosas, amplias y musicalizadas por las olas al borde de la playa. Mar del Plata fue bandera de esa tendencia con eje en ese mítico Ocean Club que desparramó su estilo al vecindario.
Bajo la consigna de pasar la temporada de verano, la aristocracia argentina, mayormente proveniente del campo, se refugiaba del calor en Mar del Plata.
Siguiendo las tradiciones playeras europeas, los visitantes se acercaban a disfrutar del aire del mar sin dejar, casi, espacio posible para que los rayos de febo doraran la pie.
Aquellos que deseaban meterse al mar o enlazarse en un torneo de tenis sobre la arena debían seguir el estricto reglamento: utilizar las casillas de madera para mudarse de indumentaria.
Un año después del nacimiento del Ocean Club se construía la rambla de La Bristol. Una pasarela digna de Milán o París para hacerse ver.
Las célebres sillas que tomarían el nombre de la ciudad eran escasas para poblar la rambla frente al mar con todas las tertulias que prolongaban la tarde.
El copetín, un vermú servido posterior al té y antes de la cena, extendía la charla de los políticos, empresarios y ruralistas. El centro de atención era siempre el recién llegado que portaba las
últimas noticias de la ciudad. Las mesas, con la tradición ganada con el paso del tiempo, empezaban a tener nombre. Como la destinada a los filósofos con nombres como Benito Villanueva y Vicente Gallo.
El cronista social Juan José de Soiza Reilly permitió traer a la actualidad experiencias de 1921. En su artículo de la edición 1169 de la revista Caras y Caretas relató: “El que nunca se sienta en la Rambla, es de doctor Estanislao Zeballos. Por nada del mundo se le hace tomar un copetín. Todos los días, poco antes del mediodía, se le ve pasar inquieto, nervioso, lleno de juventud. Camina a saltitos, irreprochablemente vestido, luce el único sombrero Panamá que existe en el país, a su lado va un canillita con una canasta llena de pescado.
Foto: Muelle y Balneario Lavorante, que fueron destruidos en 1924 por un temporal.
-¿De donde viene doctor? -¡Del Muelle de Lavorante. Amigo mío! ¿Viera Ud. que pescado fresquito! Todas las mañanas voy yo mismo a elegirlo. ¡Admirables los pejerreyes, admirables! Véalos, algunos están vivos todavía.
Y el ilustre estadista pasa, lleno de ilusiones, con su lírica juventud a cuestas, ante el respetuoso saludo de todos. En tanto los pejerreyes que van en la canasta, se mueven, agitan las aletas. Tienen esperanzas todavía”.
Otras vidas
La sede social fue vendida en 1960 y pasó por tiempos erráticos. Recién para el 2006 Nelly Arrieta de Blaquier recuperaría las instalaciones. Fue declarado Patrimonio Cultural por sus valores históricos y arquitectónicos bajo ordenanza municipal, en el año 1995.
El Ocean fue el primer club con canchas de paddle. Y su cancha de tenis vio jugar a Guillermo Vilas y Björn Borg. Entre los recuerdos más cercanos quedaron en la memoria los “jueves de puchero” y las noches animadas por las canciones de Donald. Hace una década llegó a reunir 1700 socios.
Digno de un libro de Agatha Christie el Ocean tiene su misterio. Cuenta la leyenda que en 1937 el abogado Wenceslao Paunero de 50 años, heredero de un Colt calibre 38 de su abuelo, quien había derrotado a Chacho Peñaloza, llegó al mítico sitio acompañado con su esposa, de 44 primaveras, Mercedes “Mina” Peña Unzué .
Por su parte, Martín Cossio Salas Oroño de 23 años, portador de una pistola Super Colt, era un picaflor tras los pimpollos: seguía los pasos la elite porteña hacia la temporada de verano.
Los tres se reunieron en Mar del Plata. Al parecer, Salas tenía escarceos con “Mina” que llegaron a oídos de Paunero. La crónica social relata que, un año antes,
los caballeros ya habían tenido un encontronazo que, aunque intentaron usar armas, fueron disuadidos por la concurrencia. La temporada siguiente las cosas no fueron tan sencillas.
El 12 de marzo se tomaron a golpe de puño. Nuevamente separados, Paunero se subió a su auto dándole indicaciones a su chofer de partir, pero Cossio Salas descargó cuatro balazos sobre el esposo de su amante, quien quedó tendido en el asiento del Buick y murió apenas ingresado al Hospital Mar del Plata.
La escritora Susana Dillon en su libro Las Secretas alcobas del Poder afirma del hecho que “los diarios no publicaron detalles ni nada que oliera a escándalo”. Los protagonistas cayeron en el ostracismo.